Humanos por defecto: por qué el verdadero valor bibliotecario no puede ser automatizado

Leslie Villanueva F.

En tiempos en que la Inteligencia Artificial parece infiltrarse en cada aspecto de la vida profesional, las bibliotecas no han quedado al margen. Escuchamos discursos sobre eficiencia, innovación y modernización, mientras las instituciones se apresuran a incorporar sistemas inteligentes que prometen hacer nuestro trabajo más rápido, más preciso, más automatizado. Sin embargo, en medio de esta carrera tecnológica, pocos se detienen a preguntar qué se pierde cuando dejamos de mirar el conocimiento con ojos humanos. Porque la pregunta ya no es si la IA nos reemplazará, sino si nosotros mismos hemos dejado de ejercer aquello que nos hace esenciales: pensar, sentir, decidir con conciencia.

Durante años, se nos enseñó que la neutralidad era una virtud profesional. Que debíamos ser mediadores invisibles, custodios imparciales de la información. Pero esa idea, que alguna vez pretendió protegernos, hoy nos vuelve vulnerables. En el contexto de la inteligencia artificial, la neutralidad se disfraza de eficiencia, y muchos bibliotecarios, sin cuestionarse, celebran cada avance tecnológico como si el progreso fuese un fin en sí mismo. Pocas veces nos preguntamos quién diseña esos algoritmos, qué valores se esconden tras ellos, o a quién sirven realmente las herramientas que adoptamos con tanto entusiasmo. La automatización no es neutral: responde a intereses, refleja sesgos, amplifica desigualdades. Cuando un sistema decide qué información mostrar y cuál omitir, también está moldeando la forma en que las personas comprenden el mundo. Y si nosotros callamos ante eso, ¿quién queda para defender la mirada crítica?

El problema no es la tecnología, sino la falta de liderazgo que ha permitido que otros definan el rumbo por nosotros. Las bibliotecas han sido históricamente espacios de pensamiento, pero muchas veces se han convertido en instituciones que siguen directrices sin discutirlas. Falta coraje para tomar la palabra, para levantar la voz y recordar que no somos simples operadores de sistemas, sino mediadores de significado. Liderar hoy implica mucho más que implementar herramientas digitales; implica acompañar a las comunidades en la interpretación del conocimiento, en la construcción de juicio crítico frente al exceso informativo. Si no asumimos ese liderazgo, la IA no nos desplazará: lo hará nuestra propia indiferencia.

En medio de esta transformación tecnológica, la empatía se vuelve un acto político. No hablo de la amabilidad de rutina, sino de esa empatía que nace del compromiso con el otro, de entender que cada usuario llega con una historia, con miedos, con preguntas que a veces no caben en un buscador. La inteligencia artificial puede anticipar patrones, pero no puede acompañar procesos. Puede procesar palabras, pero no puede comprender silencios. Esa presencia humana, tan intangible y tan indispensable, es la que da sentido a nuestra labor. Porque trabajar con información no es solo ordenar datos, es acompañar a las personas en el proceso de convertirlos en conocimiento y, finalmente, en sabiduría.

El pensamiento crítico es, entonces, la verdadera frontera que nos separa de las máquinas. Es lo que nos permite mirar la información y preguntarnos por su origen, su intención, su impacto. Ningún algoritmo puede reemplazar esa capacidad de cuestionar, contextualizar y otorgar sentido. Pero esa competencia, que antes se daba por sentada en la formación bibliotecaria, hoy parece desvanecerse entre manuales técnicos y capacitaciones sobre plataformas. Necesitamos volver a pensar, a debatir, a incomodarnos. Porque el confort de lo automático puede ser el preludio del silencio profesional.

Ser “humanos por defecto” no significa resistir la innovación, sino recordarnos por qué innovamos. Significa no olvidar que, detrás de cada decisión tecnológica, debe existir un propósito ético. La biblioteca del futuro no será la más digitalizada, sino la más consciente de su rol en la sociedad. No necesitamos más herramientas; necesitamos más propósito, más voz, más visión. La IA puede ordenar el conocimiento, pero no puede otorgarle sentido. Esa es, y seguirá siendo, nuestra tarea.

Reivindicar lo humano es un acto de liderazgo. Es atrevernos a decir que el valor bibliotecario no se mide por la velocidad de respuesta ni por la cantidad de bases de datos que administramos, sino por nuestra capacidad de construir pensamiento crítico, de promover la empatía y de sostener la conversación humana en tiempos de ruido digital. Somos, en última instancia, guardianes de la reflexión. Y por eso, el verdadero peligro no es que las máquinas aprendan a pensar, sino que los bibliotecarios dejemos de hacerlo.

El futuro de nuestra profesión dependerá de si somos capaces de mirar más allá del brillo tecnológico y reconocer que el conocimiento sigue siendo, ante todo, una experiencia humana. Mientras existan bibliotecarios y bibliotecarias que se atrevan a cuestionar, a escuchar y a liderar con conciencia, ninguna inteligencia artificial podrá reemplazar lo que somos por naturaleza: humanos, por defecto.